Desde hace un tiempo, vengo manifestando que en nuestro país hay un total desapego y desencanto generalizado hacia determinadas instituciones del Estado. De hecho, este desapego viene provocado como consecuencia de la continua actuación de una serie de integrantes que, de forma dudosa, llegan a ejercer sus cargos con una legalidad cuestionable. Tal es así que, durante el día de hoy, desayunaremos con las noticias sobre un hecho inédito acontecido en nuestros 46 años de democracia: por primera vez, un Fiscal General del Estado tiene que acudir a declarar en calidad de investigado por un presunto delito de revelación de secretos durante una instrucción penal.
Hasta aquí, es alarmante escuchar algo así. Por cierto, la revelación de secretos versa sobre un proceso penal a un ciudadano particular que, dada la coincidencia, mantiene una relación afectiva con una dirigente política de signo contrario a la formación que lo aupó a la cabeza de la Fiscalía; alguien a quien el Presidente del Gobierno considera su Fiscal.
Si hay o no existencia de delito, no es de mi competencia juzgarlo, ni se me ocurriría, pero ¿puedo acaso dudar de que el mero hecho de lo asombroso que es tal acontecimiento logre generarme cierto estupor y desconfianza por cómo se han desarrollado los sucesos que nos vienen acompañando desde el año pasado?
En un proceso contra el particular en cuestión, al que nos referiremos en adelante como A.G.A., por presuntos delitos contra la Hacienda Pública, este llega con sus letrados a un acuerdo con la Agencia Tributaria. A partir de ahí, se empiezan a filtrar informaciones sobre un proceso en marcha, en el marco de una investigación penal, filtrando convenientemente a la prensa ciertos aspectos que nunca debían haber salido a la luz pública. Estas filtraciones vulneraban las garantías que todos deberíamos tener cubiertas y que, para el buen desarrollo de investigaciones de este tipo, debieran quedar debidamente reservadas. Pero no, eso no sucedió. Sinceramente, da miedo pensar que estas cosas puedan suceder y que un alto cargo ordene a otros funcionarios burlar la ley que juraron acatar y respetar.
Desde mi experiencia profesional como jurista, no existe ningún derecho a la obediencia debida. De hecho, si la orden es manifiestamente ilegal, el subordinado no solo puede, sino que debe desobedecerla. A pesar de ello, aunque no exista esta excusa en todos los ámbitos de la administración, debería existir un derecho a la legítima rebeldía. No para escudarnos en el incumplimiento del trabajo encomendado, sino para evitar que se termine involucrando a las personas en peleas y guerras que ni les van ni les vienen, y que todo esto “les vaya en los garbanzos”: mantener su puesto y cruzar los dedos para tener un buen jefe, un buen ambiente laboral y, en el caso de los funcionarios que se han dejado los ojos en los apuntes de las oposiciones, ir subiendo, profesionalmente hablando, poco a poco los peldaños que puedan, en base a criterios de meritocracia y capacidad. ¡Qué mala suerte que les toque como jefe un personaje con una moral tan laxa!
Estoy segura de que, igual que yo veo esta situación, lo han podido constatar las autoridades competentes. Y, en vez de ser rigurosos con la ética de los “idóneos” para el cargo, prefieren optar por lo más fácil: cargarse el sistema completo de selección para elegir a dedo, sin criterios objetivos, a aquellos que obedecerán más dócilmente. De este modo, facilitan que personas sin mérito ni capacidad puedan ascender profesionalmente a mejores cargos, infligiendo, una vez más, otra herida al mundo del funcionariado.
Si algo tengo claro, es que el objetivo final de todo esto es acabar con la objetividad de los procesos de selección para eliminar a las personas preparadas, aquellas que además han aprendido a gestionar emocionalmente la presión en momentos de toda condición. Acabar con la cultura del esfuerzo y del trabajo en detrimento de la obeeeeciencia. No debemos consentirlo jamás.
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