El constante deterioro de unas instituciones, vilmente colonizadas por individuos afines a un Gobierno de coalición de ultraizquierda, es un tema que merece una reflexión seria. Sí, he dicho «ultra». Es un término que debemos normalizar y asociar con aquellos que realmente se ganan ese calificativo «afectuoso». Este adjetivo, tan querido por cierto espectro político, parece reservado para alertarnos sobre la llegada de un supuesto «monstruo» que amenaza con devorarnos a todos, como si se tratara del mismísimo coco.
Un Gobierno rodeado por un incesante desfile de ex altos cargos y altos cargos en ejercicio, cuyo efecto no parece ser otro que fomentar la desafección de la ciudadanía hacia unas instituciones que deberían ser el faro de referencia para todos. La luz que estas instituciones proyectan hoy es tenue, casi imperceptible.
Ante esta situación, los próximos pasos deben centrarse en orientar a una ciudadanía desencantada hacia un anhelo pacífico de cambio, demostrando que el esfuerzo realizado por España durante la Transición no puede quedar reducido a un episodio relegado por la «nueva actualidad» que insiste en resucitar el franquismo. Este revisionismo diluye el proceso más importante de nuestra historia: el tránsito hacia la democracia. El cambio de régimen al que intentan conducirnos representa un cerco para nuestras libertades y nuestras garantías más fundamentales.
En la opinión pública, instituciones como la Monarquía, el Tribunal Constitucional y el Poder Judicial generan un rechazo cada vez mayor. La Monarquía, como símbolo de estabilidad y permanencia frente a un sistema republicano, representa un anclaje necesario ante los inevitables cambios en el color político de quienes ostenten el poder.
Sin embargo, se pretende vincularla, a través del Tribunal Constitucional y el preceptivo refrendo ante la sociedad, como un supuesto apoyo tácito al gobierno de turno. Nada más lejos de la realidad: estamos siendo testigos de un progresivo arrinconamiento de esta institución, cuyo titular cumple con rigor los deberes que la Constitución le encomienda. Por favor, no caigamos en la aparente «solución fácil» de cambiar de sistema. Podríamos lamentar profundamente que la jefatura del Estado termine en manos de formaciones políticas que desprecian a España y podrían acabar por desintegrarla.
Por otro lado, el Tribunal Constitucional, en su papel de legislador negativo, tal como lo planteó Hans Kelsen, es el supremo garante de nuestros derechos y el encargado de expulsar cualquier norma contraria a la Constitución Española. Sin embargo, se ha visto envuelto en un proceso perverso al intentar forzar la encaje de la Constitución con la controvertida Ley de Amnistía, diseñada para «perdonar» a los separatistas responsables del golpe de Estado de 2017.
En lugar de adecuar la ley a la Norma Suprema, se ha hecho todo lo posible para que «el zapato» encaje, apretando los dedos para evitar que posteriormente sea considerada inconstitucional. Este proceder no solo subvierte el papel constitucional del Tribunal como árbitro neutral, sino que lo transforma en un legislador positivo, una función que no le corresponde, con el objetivo de facilitar la fractura del ordenamiento jurídico.
El único pilar que aún permanece intacto es el Poder Judicial, considerado uno de los fundamentos esenciales de nuestro Estado de Derecho. Este sigue en pie, esquivando los continuos ataques que buscan deslegitimarlo. Sinceramente, queridos lectores, yo aún tengo fe en nuestras instituciones, especialmente en esta última. Por ello, los invito a reflexionar conmigo: el Estado, sustentado por los principios y la Constitución que lo apuntalan, permanece inmutable a lo largo del tiempo. Las personas que hoy ocupan las instituciones, sin embargo, son temporales y, eventualmente, cambiarán. No perdamos la fe en una España mejor; solo necesitamos sustituir a los actores para que las instituciones recuperen su fuerza y credibilidad.
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