… con la camisa vieja

Siete años después de la muerte del dictador Franco tomaba posesión democrática como presidente del Gobierno el socialista Felipe González. Atrás quedaron los años de Gobierno de Suárez y de Calvo Sotelo, unos presidentes que, si algo por encima de todo hay que agradecerles fue la disposición plena a una transición pacífica, sin odios hacia ninguna ideología política (de hecho, Suárez trabajó y firmó por la legitimación del Partido Comunista de España de Santiago Carrillo o Dolores Ibárruri, La Pasionaria) y con el fin de establecer un régimen democrático en el que la ciudadanía eligiera a sus gobernantes y abandonara los enfrentamientos. Atrás quedaron, cuando González accedió al poder, sucesos tan trágicos y condenables como La Matanza de Atocha, en la que cinco personas, entre ellas tres abogados de izquierda y dos administrativos, fallecieron por los disparos de una célula ultraderechista, o el empoderamiento de la banda terrorista ETA, de izquierdas, con atentados tan sangrientos como los cometidos en el año 1980, cuando asesinó a 100 personas.

Frente a todo esto, cabe destacar la unidad de la ciudadanía de España contra cualquier violencia que quisiera entorpecer el proceso de transición democrática y el perdón dado entre hermanos por los errores cometidos décadas atrás y que llevaron a nuestro país a 36 años de dictadura militar. Nadie se sintió, en aquellos años, alarmado o amenazado porque la izquierda llegara al poder y, en los años que corrieron de Gobierno del socialista, nuestro país experimentó el mayor despegue que ha tenido en ninguno de sus periodos democráticos hasta el momento. González abrió el país al mundo, dotó a España de más y mejores infraestructuras, y consiguió hitos tan importantes como la Expo de Sevilla o las olimpiadas de Barcelona, que marcaron el año 1982 como el año decisivo para nuestro país. Eso sí, esta revolución para una España que había vivido tantos años en una autarquía y bajo un precio no bajo, con la creación y subidas de impuestos y con una inflación que, lógicamente, afectaría a muchas familias, especialmente en el último periodo.

No hizo caer a este Gobierno de izquierdas la ultraderecha, sino la corrupción destapada primero por medios de comunicación y, posteriormente, por una justicia que en ningún modo estaba controlada por el poder ejecutivo ni legislativo, y lo hizo de forma democrática, en las urnas. A pesar de que la oposición del PSOE en el periodo anterior era una Alianza Popular fundada y conducida por Manuel Fraga, que en su momento fue ministro de Franco, y a pesar de que muchos de sus dirigentes provenían de ese ámbito, entre ellos muchos hijos y familiares de antiguos ministros del régimen franquista, hablamos de una formación conservadora, pero con un claro compromiso con la democracia en España.

Tras la subida al poder de Aznar, reconvertida la antigua Alianza Popular en el actual Partido Popular, se sucedieron gobiernos de derechas y de izquierdas, de este partido y del PSOE, sin ninguna referencia directa al régimen franquista, mientras la ultraderecha se había convertido en algo residual y más lleno de nostalgia que de compromiso con la recuperación de épocas pasadas. El fascismo en Europa, el franquismo en España, forman parte de un pasado y son fruto de una época a la que hay que mirar con una visión histórica y, si se quiere despreciar no hay más capacidad para ello que el olvido del dolor y el recuerdo de la Historia. Por supuesto, siempre pensando en la restitución en casos como las personas desaparecidas y asesinadas.

La recuperación del término fascista es un fenómeno generalizado en la izquierda en el mundo hoy en día como instrumento útil para poder crear y fomentar un maniqueísmo totalitario que divida en dos, entre buenos y malos, entre aquellos que aplauden a la izquierda por representar (erróneamente, aunque ese es otro debate), el antifascismo y, por otro lado, plantear una sociedad en la que la propia izquierda representa el bien común, el progreso (el progresismo, curiosamente, fue un término que se aplicaba en sus inicios a los liberales, y no a un socialismo que por aquella época estaba íntimamente relacionado con el autoritarismo, el comunismo dictatorial y la represión), y al avance en libertades. Curiosamente, el precio de esas libertades suele traducirse en un aumento de la presión fiscal, una elevación de impuestos que, si no es controlada adecuadamente, puede provocar el colapso económico y la asfixia de los contribuyentes, por no hablar de los agravios entre quiénes aportan a las arcas y los que se puedan beneficiar de este dinero sin aportar en absoluto a ese bien económico común.

En la actualidad, este conjunto de ayudas, de SMV, de protección de la vulnerabilidad, se escenifica por medio de la solidaridad social mientras se trabaja en contra de la solidaridad interterritorial y la ruptura de la igualdad entre territorios en beneficio de aquellos cuyos representantes políticos son decisivos en el mantenimiento del poder del PSOE del Presidente Pedro Sánchez. Cuestiones como las cesiones en materia fiscal a Cataluña o el aumento de las competencias económicas en los territorios forales manifiestan una claudicación del Estado frente a los discursos nacionalistas e independentistas que en poco o nada beneficia ni al conjunto del mismo Estado ni al resto de comunidades autónomas, aumentando el peligro de escisión territorial al propio amparo de las decisiones que en ellas se toman y que aumentan las diferencias de trato y de oportunidades.

La lengua, elemento que constituye la base de la comunicación y que confiere términos de unidad en el Estado está siendo, asimismo, usada como arma arrojadiza y diferenciadora, pero también como elemento discriminatorio entre los ciudadanos del propio Estado en el momento en el que para acceder a un puesto de trabajo dentro del mismo Estado se plantea como exigencia el conocimiento de una lengua distinta a la común cuando en el resto de territorios no ocurre de este modo. De esta forma, las personas que viven en estos territorios y que tienen conocimiento de ambas lenguas, el español y la propia y cooficial de ese territorio, no tendrán ningún problema en acceder a trabajar en cualquier comunidad, incluso en puestos de funcionariado, mientras que los de esas otras comunidades tendrán vetado el acceso al trabajo en las que sí exigen ese conocimiento lingüístico. Partiendo de la base de que pueda ser entendido como un plus el conocimiento de la lengua cooficial en estos territorios no se entiende que sea, objetivamente, una obligación el conocerlo para poder acceder a ningún puesto de trabajo ya que existe una lengua común en la que es posible la comunicación entre toda la ciudadanía del país.

Sin embargo, en este punto, hemos dado marcha atrás hasta el punto de que todos los españoles pagamos con nuestros impuestos la innecesaria traducción en nuestra Congreso de Diputados de todas las lenguas cooficiales. Más allá de lo cuestionable de esta innecesaria escenificación de lo absurdo, ¿No sería más lógico que cada comunidad pagara el coste de estos servicios de traducción? Porque, oigan, no es que sean necesarios, porque todos los diputados saben hablar y comunicarse en la lengua común, el español. La mínima educación debería llevar a que esa sea la lengua que se use en los espacios comunes entendiendo que en los parlamentos autonómicos sí tenga sentido el uso de las dos lenguas.

Lo más trágico de este tipo de situaciones es que cuestionarlo supone enfrentarte a una sociedad que se ha enquistado en el totalitarismo de pensamiento dirigido por los intereses políticos de unos o de otros. Transmitir un pensamiento divergente que, en cualquier ámbito, debería ser, como mucho, la provocación de un debate sereno, se ha convertido en una práctica arriesgada de la que, de seguro, saldrás fustigado, insultado y etiquetado. Y en otras ocasiones lo he dicho, y me reitero, no hay libertad ni igualdad ni pluralidad en un mundo lleno de etiquetas. Las etiquetas restan la pluralidad a la sociedad a la vez que secuestran la libertad y generan una desigualdad en el trato, en la calificación, en el derecho a ser uno más, convirtiendo cualquier acción del etiquetado en un hecho prejuzgado, lleno de prejuicios.

Lo cierto es que la máxima que rodea a todo lo que estamos viviendo en nuestros tiempos, desde lo hasta aquí comentado hasta la visión política de quiénes piensan que el poder democrático es absolutista y déspota, y no representativo, es que hoy en día en nuestro país es el Gobierno el que decide qué debe pensar la ciudadanía, y le impone sus leyes a su antojo y beneficio, y no la ciudadanía qué es lo que debe pensar y legislar el Gobierno. Este planteamiento es muy peligroso y expone cuestiones éticas y razonamientos sumamente alarmantes. El paso siguiente a pensar ser el “puto amo” es demostrarlo. Y sólo el “puto amo” puede legislar para salvar del suplicio de las leyes, de la justicia, a los propios.

Como dijo Julio César, “divide y vencerás”. O como dijo el cordobés Góngora, “ándeme yo caliente y ríase la gente”. Lo primero representaría la estrategia, ya comentada, y lo segundo representa el triunfo del relativismo moral de los sofistas griegos aplicado única y exclusivamente al Gobierno y, especialmente al Presidente Sánchez, que permite desde cambiar de opinión a cada paso hasta imponer principios éticos en base a argumentos vacíos y estudios dirigidos sin absolutamente ningún tipo de criterio crítico ni tener en cuenta los más mínimos principios morales. De ahí que lo que supone acogerse a principios de igualad o libertad en lo que le de la gana y obviar estos principios cuando sea necesario, porque para este tipo de personas el fin siempre justifica los medios, aunque el precio lo paguen otros. En este caso, el fin absoluto es el mantenimiento del poder y para ello, si hace falta, lo mismo se resucita a un muerto del que todos renegamos que se planea un cambio legislativo que libre a sus familiares y colegas del suplicio de un juicio justo porque, por supuesto, también entra dentro del bombo, la posibilidad de incriminar a la propia Justicia si vemos que esta no es cómplice de nuestros objetivos. Claro que mejor si se controlan los instrumentos del Estado para que este tipo de cosas no puedan ocurrir.

Sinceramente, a mí lo que más me duele de lo que está pasando, dentro de mi defensa férrea de la democracia que algunos dicen celebrar es el tremendo daño que al PSOE están haciendo en estos momentos. Bueno, esto y la sangría social y legislativa que se está cometiendo. El resultado de todo esto sólo puede ser dos opciones, la perpetuación de este partido en el poder a cualquier precio, entre ellos puede ser la libertad sin la que no se podría describir el concepto democracia, o ese temido efecto muelle que, en las próximas elecciones haga que la derecha reaccionaria quiera imponer un retroceso superior al que hemos experimentado en la adquisición de derechos que sí eran necesarios y que ha sido óptimo obtener. En juego, como siempre, el bienestar social y el futuro de una España que no necesitaba retroceder 50 años para saber en qué consiste un régimen dictatorial mientras se ignora o pasa por alto estos regímenes en la actualidad cuando tienen la justificación de que se sustentan en que defienden políticas de izquierda, aunque millones de personas tengan que salir de estos países huyendo de esas políticas y los que queden sobrevivan censurados, vigilados, controlados y en una pobreza controlada.

Sánchez y los suyos saben que, para ganar el relato a la Historia sólo cabe la posibilidad de perpetuarse en la propia Historia. Algunos lo saben, y no dejarán de sacar provecho de esto mientras puedan. Cuando no puedan hacerlo, volverán a mostrar su peor cara, la que es propia de los argumentos que defienden.

Nos espera un año «cara al sol con la camisa vieja»

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